Con mi esposa Noemí en el puerto de Purús |
Me avergüenzo de ser el misionero que soy
He
leído muchas y muy interesantes historias de misioneros, y admiro el trabajo
que hicieron. En esas obras literarias aparecen los éxitos en el trabajo del
misionero y si tuvieron tribulaciones de igual forma salieron triunfantes.
Estas historias me animaron mucho y a la vez uno también quiere vivir lo que
ellos vivieron porque son nuestro ejemplo como misioneros en lugares remotos.
En
mis primeros meses en el campo todo andaba bien y nos sentíamos como el mono en
el árbol (pez en el agua), y no había
nada que nos quitara ese deseo cumplido, un sueño que por fin se cumplió,
gracias a Dios. Sin embargo, cuando pasaron los meses, comenzó a suceder algo
que no habíamos vivido antes. Algo que no lo había leído en las biografías de
los misioneros y algo que remotamente no lo teníamos en cuenta.
Parecía
que nuestro amor por los indígenas estaba desapareciendo y a cambio comenzaba
aparecer un disgusto hacia ellos; nuestra aceptación, a pesar de la suciedad en
la que ellos viven, se transformaba en incomodidad; sus visitas, aunque venían
para pedirnos sus necesidades, que en un inicio eran algo así como celestiales,
se fueron convirtiendo en visitas molestas… no comprendíamos por qué sucedía
esto y es en ese tiempo que comencé a recordar las historias de los misioneros
que parecían semi-divinos, entonces, en comparación a ellos, el que escribe
estas líneas parecía un vil pecador, minimizado a lado de los supermisioneros.
Me avergonzé de ser un misionero con esos sentimientos.
Puedo
argumentar a mi favor que fue producto del choque cultural y que todos los
misioneros pasamos por eso, pero hay algo más profundo y es que no debo de
compararme a ningún otro misionero porque soy único para Dios. En realidad, eso
también sucede en otros entornos, con otras personas y nos equivocamos al
compararnos y no ver que somos seres humanos exclusivos, sin copia ni duplicado
porque nuestro DIOS ES CREADOR Y NO UN DUPLICADOR.
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